Aquellos domingos, como todos los domingos de mi infancia hasta que dejé la casa de mis padres, mi papá nos llevaba a desayunar. Sólo que a diferencia de los domingos habituales, ahora teníamos que levantarnos más temprano. Antes de ir por la barbacoa o las carnitas o cualquier otro almuerzo dominical, el día comenzaba con una búsqueda agotadora y estéril. A veces mi papá conseguía que un tío le prestaran una carcacha de modelo irreconocible a la que me daba pena subirme, pero con todo lo vergonzoso que me resultaba viajar en aquel vejestorio lo prefería mil veces a tener que caminar más de un kilómetro para poder tomar el transporte público. Hubo domingos en los la búsqueda era por la tarde, otros en los que tuvimos que caminar mucho y usar varios transportes; a veces nuestra impertinencia pueril y la bondad de mis padres los obligaron a gastar en un taxi.
No sé que época del año era ni por qué zona de la ciudad anduvimos, pero todavía puedo sentir el calor y la garganta seca en medio de aquellos paisajes de un gris a veces metálico y a veces pardo, pero siempre gris; y las caras de los policías que resguardaban aburridos los depósitos de autos recuperados sin documentación, o confiscados por multas de tránsito.
Al principio era excitante la idea de hallar nuestro coche en aquellas interminables filas de autos. Casi éramos felices cuando a la distancia distinguíamos un Volkswagen blanco. Pero luego todo era desilusión. Me preguntaba entonces por qué sencillamente no nos daban cualquiera de esos otros autos que nadie estaba buscando y que nosotros parecíamos necesitar tanto. Al principio yo quería que nos lleváramos alguna de esas relucientes camionetas largo tiempo almacenadas sin ser reclamadas. Luego, cuando nuestra búsqueda pasó de depósitos a deshuesaderos, habría estado bien tomar de aquella montaña de autos alguno al que reparándolo no me diera tanta vergüenza subirme. Más adelante, cuando ya ni siquiera pensaba que podríamos obtener alguno, me hubiera conformado con que me dejaran arrancarle las brillantes calcomanías a los autos chocados para compensar nuestro fracaso.
Mi frustración y mi visión infantil no me permitían entender por qué mi papá dedicaba con tanta insistencia su único día de descanso a buscar un coche, no comprendía la rabiosa esperanza que lo motivaba. ¿Era él tan inocente como para creer que, contra toda lógica, este episodio trágico e injusto pudiera tener un final feliz tan sólo porque era a él a quien le había sucedido?
Lo habían asaltado en un alto de un semáforo camino a su trabajo una mañana. Lo encañonaron, lo pasaron al asiento de atrás, lo golpearon y antes de abandonarlo en un lejano terreno baldío le dijeron que no se preocupara, que querían el coche “para un trabajito”, que una vez terminado lo abandonarían por ahí. Incluso le recomendaron que lo buscara en una zona específica de la ciudad. Le quitaron todo menos la esperanza: ese fue el verdadero crimen, dejarle la maldita esperanza que lo mantuvo en una búsqueda que solo lo dejó más pobre.
No recuerdo cuando renunció; supongo que había pasado tanto tiempo que tuvo que reconocer que, de haber encontrado algo, ya no sería un auto sino sus despojos.
Antes del vocho, mi papá había tenido por muy poco tiempo un viejo Renault 8 del que tengo poca memoria porque se perdió en un choque. Pasaron varios años antes de que se animara a comprar el Volkswagen y aunque lo estaba pagando a crédito y no estaba asegurado, recuerdo lo felices que estábamos. Pocos meses duró el gusto, tres a lo mucho hasta la mañana del asalto.
Esa mañana cuando desperté, mi papá estaba sentado al borde de mi cama, triste y desamparado como pocas veces lo vi. No supe que decirle, no recuerdo haberle dado el abrazo que debí, solo recuerdo la sensación de extrañeza que me dio que él estuviera ahí, a esa hora del día entre semana y llorando así.
Algunos años después del vocho compró un Datsun usado: ese se lo robaron mientras jugaba fútbol. Cuando terminó el partido descubrió que su maleta no estaba en las gradas donde la había dejado y sospechó. Corrió entonces al estacionamiento solo para descubrir que el auto ya tampoco estaba ahí. Esa vez ya nada buscó.
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