El vocho de mi papá

Aquellos domingos, como todos los domingos de mi infancia hasta que dejé la casa de mis padres, mi papá nos llevaba a desayunar. Sólo que a diferencia de los domingos habituales, ahora teníamos que levantarnos más temprano. Antes de ir por la barbacoa o las carnitas o cualquier otro almuerzo dominical, el día comenzaba con una búsqueda agotadora y estéril. A veces mi papá conseguía que un tío le prestaran una carcacha de modelo irreconocible a la que me daba pena subirme, pero con todo lo vergonzoso que me resultaba viajar en aquel vejestorio lo prefería mil veces a tener que caminar más de un kilómetro para poder tomar el transporte público. Hubo domingos en los la búsqueda era por la tarde, otros en los que tuvimos que caminar mucho y usar varios transportes; a veces nuestra impertinencia pueril y la bondad de mis padres los obligaron a gastar en un taxi.

No sé que época del año era ni por qué zona de la ciudad anduvimos, pero todavía puedo sentir el calor y la garganta seca en medio de aquellos paisajes de un gris a veces metálico y a veces pardo, pero siempre gris; y las caras de los policías que resguardaban aburridos los depósitos de autos recuperados sin documentación, o confiscados por multas de tránsito.

Al principio era excitante la idea de hallar nuestro coche en aquellas interminables filas de autos. Casi éramos felices cuando a la distancia distinguíamos un Volkswagen blanco. Pero luego todo era desilusión. Me preguntaba entonces por qué sencillamente no nos daban cualquiera de esos otros autos que nadie estaba buscando y que nosotros parecíamos necesitar tanto. Al principio yo quería que nos lleváramos alguna de esas relucientes camionetas largo tiempo almacenadas sin ser reclamadas. Luego, cuando nuestra búsqueda pasó de depósitos a deshuesaderos, habría estado bien tomar de aquella montaña de autos alguno al que reparándolo no me diera tanta vergüenza subirme. Más adelante, cuando ya ni siquiera pensaba que podríamos obtener alguno, me hubiera conformado con que me dejaran arrancarle las brillantes calcomanías a los autos chocados para compensar nuestro fracaso.

Mi frustración y mi visión infantil no me permitían entender por qué mi papá dedicaba con tanta insistencia su único día de descanso a buscar un coche, no comprendía la rabiosa esperanza que lo motivaba. ¿Era él tan inocente como para creer que, contra toda lógica, este episodio trágico e injusto pudiera tener un final feliz tan sólo porque era a él a quien le había sucedido?

Lo habían asaltado en un alto de un semáforo camino a su trabajo una mañana. Lo encañonaron, lo pasaron al asiento de atrás, lo golpearon y antes de abandonarlo en un lejano terreno baldío le dijeron que no se preocupara, que querían el coche “para un trabajito”, que una vez terminado lo abandonarían por ahí. Incluso le recomendaron que lo buscara en una zona específica de la ciudad. Le quitaron todo menos la esperanza: ese fue el verdadero crimen, dejarle la maldita esperanza que lo mantuvo en una búsqueda que solo lo dejó más pobre.

No recuerdo cuando renunció; supongo que había pasado tanto tiempo que tuvo que reconocer que, de haber encontrado algo, ya no sería un auto sino sus despojos.

Antes del vocho, mi papá había tenido por muy poco tiempo un viejo Renault 8 del que tengo poca memoria porque se perdió en un choque. Pasaron varios años antes de que se animara a comprar el Volkswagen y aunque lo estaba pagando a crédito y no estaba asegurado, recuerdo lo felices que estábamos. Pocos meses duró el gusto, tres a lo mucho hasta la mañana del asalto.

Esa mañana cuando desperté, mi papá estaba sentado al borde de mi cama, triste y desamparado como pocas veces lo vi. No supe que decirle, no recuerdo haberle dado el abrazo que debí, solo recuerdo la sensación de extrañeza que me dio que él estuviera ahí, a esa hora del día entre semana y llorando así.

Algunos años después del vocho compró un Datsun usado: ese se lo robaron mientras jugaba fútbol. Cuando terminó el partido descubrió que su maleta no estaba en las gradas donde la había dejado y sospechó. Corrió entonces al estacionamiento solo para descubrir que el auto ya tampoco estaba ahí. Esa vez ya nada buscó.

 

M

Yo la tengo

Hace tanto de esa noche, ¿qué año sería? Últimamente tengo una fijación con las fechas, cosa de la edad supongo, ¿a ti no te pasa? No, no estoy evitando el tema, solo que el recuerdo es vago; cómo no va a serlo, desde entonces han pasado tantas noches que unas las confundo y otras las he olvidado a propósito.

No te enfades. Estoy tratando de hacer memoria, de hecho estoy recordando una segunda noche en el mismo lugar, una noche más reciente, hará unos 15 años. Esa noche sí que me acordé de esa otra noche que mencionas. Ese día habían jugado los pumas. Ya sé. Estoy hablando de la noche de la que me acabo de acordar. Jugaron los pumas te decía, era la final y yo había estado nerviosa, no por el juego como podrás imaginar, sino porque un amigo había ido a ver el partido a mi casa. Era la primera vez que me visitaba y en aquel entonces todavía era yo muy capaz de avergonzarme del lugar en el que vivo, y luego él, tan sobrino del gobernador y yo… bueno. Al terminar el partido nos fuimos a comer su casa, un departamento que compartía con un par de amigos. Cuando llegamos nos sorprendió la cantidad de gente que había en las calles y para exclusivo desconcierto mío, también dentro de su casa había más gente de lo habitual. Los de adentro se habían reunido para ir a un concierto esa noche. Más tarde, cuando indolentes distinguimos a Hugo Sánchez desde la terraza, nos enteramos que la gente de afuera había salido para ver pasar a los campeones. A pesar de la festiva escena exterior y del ambiente de camaradería interior yo no podía calmar la ansiedad que me había invadido desde temprano, todo lo contrario, mis nervios se vieron afectados porque varias de las personas en el interior solo hablaban en inglés y no sé si lo recuerdes, pero no poder comunicarme me acompleja. Para colmo había sido invitada para ir al concierto con ellos. Si lo sé, debí negarme pero no lo hice. Sonaba bien, tocaría una banda de indie rock que me gustaba. En mi imaginación sonaba aún mejor cuando pensaba que en el futuro sería una buena experiencia para recordar: el concierto de la primera vez que vinieron a México, justo el mismísimo día que vi a Hugo Sánchez sobre Reforma y que Sebastián fue a mi casa.

A eso voy. No recuerdo cómo llegamos al lugar del concierto, creo que ya había bebido bastante en la terraza de los chicos, el caso es que una vez en el evento no pude combatir más la tensión del día, me vi tan desamparada y me sentí tan sola que me alcanzó el recuerdo de la primera vez que estuve ahí, de esa noche de la que hablas tú. Aunque definitivamente tenía menos miedo que la primera vez, tuve la misma falta de sentido de pertenencia, me asaltaron las mismas preguntas sin respuestas, la misma desazón. Los otros, como siempre, parecían realmente estar pasándolo muy bien mientras yo fingía. Pero me había impuesto disfrutar del concierto a como diera lugar, antes de que el día acabara quería hacerme de un buen recuerdo de una época extraña que estaba segura pronto pasaría. Sobra decir que era una tarea inútil y que lo sabía.

Aquella otra noche contigo, no recuerdo si tenía alguna intención al salir de casa, creo que ni siquiera sabía a quién íbamos a escuchar. Sí recuerdo que muy pronto, incluso antes de iniciar el concierto, empecé a temer. No negarás que en esos días no era raro que a la primera contrariedad todo se echará a perder, así que por instinto fingí tener el control. Creo que intentaba convencerte y quizá también a mi, que nada importaba. La realidad era que igual que tú yo también estaba frustrada. Sí, probablemente menos frustrada, pero a diferencia tuya, yo además tenía vergüenza y, al menos esa vez, mi miedo llegó mucho antes que el tuyo.

¿Acabas de decir que la primera vez tuvo un final casi feliz?, yo lo recuerdo como un borroso escape en el que por suerte regresé a casa. Una noche en la que me dominó el autoimpuesto, inconsciente, inútil y estorboso deber se protegerte; una noche en la que me vi obligada también a protegerme de mi propio miedo. Si cierro los ojos veo las luces de una patrulla brillando intermitentemente a la distancia sobre la sórdida noche, y como en un mudo y turbio sueño, alcanzo a leer en tus labios los insultos que lanzabas a la banda y al resto de los asistentes. Tampoco he olvidado a los drogadictos que intentaron asaltarnos cuando por fin salimos, eso y la molestísima luz que nos protegió cuando alcanzamos la estación del metro. Esas risas nuestras que dices las recuerdo nerviosas y acompañadas de mi intento por disimular la angustia de pensar que todavía me faltaba mucho para llegar a casa, reía mientras iba maquinando las mentiras con las que llegaría a enfrentar a mi familia y sobre todo a mis propias preguntas.

No en su momento pero sí, creo que la segunda noche fue mejor. Al menos sabía que al cambiar el día tenía la opción de no volver a ver a los chicos, ni siquiera a Sebastián quería. No haber sido víctima de un asalto y no tener la presión de volver a casa debió haber sido suficiente para estar agradecida. Esa vez no abordamos el metro, caminamos a un costado de la Alameda hasta alcanzar Reforma para tomar un pesero que nos llevaría de regreso a ese lugar al que tampoco pertenecía. La ausencia de otros pasajeros y la peculiaridad de nuestro grupo motivó al chofer y a su ayudante a poner su mejor cumbia y desviándose de su ruta, nos llevaron hasta la puerta de la casa de los chicos. Entonces lo que debió ser divertido me pareció, en el recuerdo de aquella otra vieja noche, injusto y tristísimo. Aunque ahora que lo pienso bien, tal vez no era en el mismo lugar, ¿si fue en el Salón México no?

M

Mi Vida

A veces vivimos para contar una sola historia, una y otra vez.
Siempre vamos por el mundo anticipando la desgracia, siempre nos preparamos para lo medianamente peor.

Y cuando la desgracia está ahí nos congelamos y vivimos un drama, una película, una historia propia que sin duda nos dejará como raros espectadores de la vida.

Así yo una noche de un sábado. En un rutina de fin de semana mirando la televisión con mi hija y mi esposa. Botaneando y navegando en los hoy desusados canales de TV.

Cuando de momento en mi película, el guionista (¿Dios?) se brinca la introducción a los personajes, se salta el planteamiento de la trama, omite por completo suspensos inútiles y me da una historia en mi propio canal de TV: mi hija entra en un atragantamiento hasta ese momento común, sobre todo en pequeños de un año de vida.

Ya había yo pasado por esa situación delicada con mi hermano menor, con una paleta se atragantaba y yo con 15 o 16 años presionaba la boca de su estómago hasta que expulsó exitosamente la homicida «chipileta».

Pero ese sábado no fue así. Ya habían ocurrido unos intentos de presionarle el estómago pero no funcionaba, la masa del alimento bloqueaba a la entrada de su garganta.

Y ahí en mi conteo mental, ya habían pasado un par de minutos y sientes pasar el tiempo lento, muy lento, nunca más lento, solo ahí, en ese presente perpetuo.

Y entonces el guionista me da libertad total de pararme, de correr a la puerta y pensar mil veces ¿qué hago?, ¡¡no voy a llegar a ningún lado!! Hurgando en mis instintos encuentro rasguñar su garganta con mi dedo índice hasta que por fin rompe en llanto…

… con un poco de sangre en mi dedo, mi hija calculo estuvo cerca de 4 minutos sin respirar, lo intenté todo hasta que eso funcionó.

La película sigue corriendo lento en mi cabeza con muchos filtros de luz y muchas versiones entrelazadas de los diferentes momentos.

Hay de desgracias a desgracias, y ¡si!, al final todo bien. Pero te diré que no he vuelto a vivir terror más grande que el de ver morir a mi hija en mis propias manos.

Todavía siento cierta molestia al ver a bebés que comen algo seco sin agua a la mano.

La Toñita

Anoche soñé a la tía Toña, no como en las pesadillas de la infancia ni como en los sueños colmados de culpa que siguieron a su muerte. Anoche fue diferente, al despertar deseé que existiera, si no Dios, si la justicia divina y sus promesas.

En las últimas semanas de vida de mi tía Toña yo estaba de viaje, cuando a mi regreso me enteré de su muerte, aparte de la sorpresa inicial, solo sentí alivio por haber tenido la suerte de estar ausente durante la crisis y cierta pena por mi mamá quien, a pesar de estar consciente de que no los escucharía hasta volver, me había dejado varios mensajes, primero preocupada por la salud de su hermana y luego anunciándome su rápida muerte.

Así, mi ausencia en el funeral de la tía Toña estuvo más que justificada, pero la consciencia de saberme capaz de no hacer acto de presencia aunque hubiera estado en la misma ciudad, y una inconfesable y tímida alegría por saber que se trataba de ella y no de alguna otra tía, me hizo sentir culpa durante algún tiempo. No es que su enfermedad y su dolor no me hubieran conmovido, no es que su repentina muerte me dejara fría, pero se trataba de la primera muerte que sobrevenía en la familia y no sabía cómo manejarlo, para sumar singularidad al hecho, se trataba de la muerte de la tía Toña.

Ella era rara por decir lo menos, con gruesas y coloridas medias de lana bajo unos botines hechos al menos dos décadas atrás, la tía Toña erraba por el mundo, si es que puede llamarse mundo al estrechísimo y misterioso espacio de existencia en el que vivió. Solo recientemente he llegado a ver que con esa apariencia pasada de moda, subrayada con los extraños gorros que se ponía cuando salía a la calle, más que ocultarse, como siempre creí, clamaba por atención. Su exceso de prendas efectivamente conseguía atraer las miradas, tristemente sus atuendos causaban en el mejor de los casos curiosidad y risa, si no es que lástima y repulsión. Como es de suponer, su extravagancia no se limitaba a los espacios públicos ni se reducía a su forma de vestir, su personalidad en general era también extraña. Envidiosa y grosera como si fuera una niña mal educada, no participaba de las reuniones familiares aunque estuviera presente, y si quería decir algo solía apartar a alguna de sus hermanas para cuchichear.

Durante toda mi infancia le tuve aversión, urdía planes con antelación para no tener que saludarla cuando íbamos a visitar a mis abuelos con quienes siempre vivió. Cuando raramente mis planes tenían éxito, aunque eludía el saludo no podía evitar dejar de mirarla, tanto ella como yo éramos víctimas de mi curiosidad pueril; la pobre debió sufrir mi fisgoneo, probablemente incluso adivinara mi vergüenza y mi miedo. ¿Cómo podía evitar temerle? Me asustaban las risitas burlonas que soltaba cuando algo les salía mal a sus hermanas, de ninguna manera quería ser yo el motivo de esas risas. Temía más aún ser la causa de alguno de sus enojos y me ponía de nervios el extraño cariño que le profesaba al feo perrito que tenía como mascota. ¿Cómo podía yo discernir entre la maldad y la infelicidad, cómo podía yo separar su desagradable apariencia de su desdicha? ¿Cómo podía yo saber que su soledad que parecía voluntaria y merecida, era la consecuencia de una suma de rechazos, frustraciones e injusticias?

Cuando yo tenía unos 11 años otra tía me mostró una fotografía de la Toñita (como le decían en su casa) tomada el día de su primera comunión, vestía un humilde pero inmaculado vestido blanco, largos guantecitos blancos también, y un discreto velo que dejaba entrever su dorado cabello; con mucho esfuerzo apenas pude distinguir en esa rubiecita elegante a la tía Toña del disfraz permanente y los lunares voluminosos en el rostro, ¡vaya sorpresa! Desgraciadamente la belleza de sus primeros años se diluyó en su vida adulta. Ella que, según cuentan estaba orgullosa de ser la única hija que había heredado la blanquitud del abuelo, creía merecer la atención de un hombre guapo, ahora que ha muerto es triste reconocer que nunca atrajo ni siquiera a un feo.

A los abuelos solo se les escaparon mi mamá y su hija menor; al resto de sus hijas les faltó audacia y motivación para desobedecer las estrictas reglas y superar las amenazas bajo las cuales las criaron. La pobre tía Toña ni siquiera tuvo un pretendiente, no fue a la escuela, no trabajó más que en casa lavando ropa; ¿cómo no iba a degenerarse, cómo no iba a envidiar a mi mamá que con todo y no ser güera consiguió marido, cómo no iba a acumular fealdad si en su mente estaba desperdiciando su herencia blanca?, ¿cómo pudo impedir que su resentimiento se convirtiera en cáncer tarde o temprano?

En sus últimos años de vida, salvo los ya viejos y distantes abuelos, el resto de la familia la evitábamos. La enemistad con sus hermanas, tanto casadas como solteras, le impidió pedir ayuda hasta que ya era demasiado tarde, el cáncer la había invadido. Y aunque murió muy rápido y a pesar de su lamentable vida, fue triste enterarse que le tenía miedo a la muerte, pobre tía Toña, ¿acaso esa su existencia pudo llamarse vida?

Toñita:

Cuando supe que habías muerto creí que estabas mejor así, que tú y nosotros estábamos mejor así. Sigo creyendo que tú estás mejor así, pero diez años después de tu muerte me he sorprendido llorando, no por tu muerte, si no por tu vida.

En el sueño de anoche estabas sentada y sonriendo, tan bonita como pudiste ser si hubieras sido feliz, y consciente como estaba yo de que estabas muerta —lo que nunca— te dirigí la palabra para preguntarte si eras feliz, alegre me respondiste que sí. Tan sueño fue que convencida estuve de que ahora vivías en ese otro lado lleno de belleza y justicia al que algunos merecerían ir.

 

Desperté deseando creer en el paraíso y su justicia, para acallar mi conciencia sí, pero también y sobre todo por ti.

Abue

Saliendo de la primaria vendían unas calcomanías (curiosa palabra), me fascinaban las de los Thundercats, más que ningún otro super héroe de moda. Quizá son los primeros que recuerdo para todo.

Al comprar las calcomanías había de dos: las «precortadas» y las que venían todas en una sola planilla, imprácticas pero baratas, -obvio compraba las segundas-, era audaz 🙂

Seguramente un viernes, llegaba a casa de mis abuelos y ansioso por pegar mis calcomanías mi abuela me prestaba tijeras y lugar en su refrigerador para pegar las figurillas, -y en mi precipitación-, mi lógica de desesperado era que despegaba toda la hoja de la calcomanía y luego recortaba. Quizá por que me costaba trabajo despegar la planilla o no entiendo mi necedad.

Mi abuela era inteligente pero paciente, la recuerdo observarme con calma al notar mi torpe cara de «ya se me pegó toda la planilla en el piso» nunca la olvidaré. Quizá regresé a comprar otra, quizá concluí a la semana siguiente la tarea de arruinar el refri de mi abuela con mis figuras de gatos intergalácticos.

Solo me acordé. Un halo de su cariño en un recuerdo tan vívido.

Forastera

El lunes mientras esperábamos que nos sirvieran la sopa, Juan empezó a platicarme sobre su próximo viaje al pueblo donde nació y en el que vivió hasta principios de su adolescencia, el pretexto es ir a una reunión de ex alumnos de la secundaria. No le pregunté la razón por la que ahora sí, después de tantos años decidió volver, pero mientras hablaba, en sus ojos noté un tímido brillo de esperanza que contrastaba con sus dudas.

Mientras comíamos y me mostraba imágenes del pueblo y de las personas a las que acaso verá, yo pensaba que estando allá los más de tres mil kilómetros de distancia y las ausencias probablemente lo podrían poner melancólico. No sé durante cuanto tiempo, a ratos entusiasmado y a ratos temeroso, él siguió haciéndose preguntas. Involuntaria e inconscientemente en algún momento dejé de escucharlo. Mis pensamientos me habían llevado a un estado de infantil abatimiento. Sentía envidia, no de su viaje, sino de su discreta esperanza. ¿Cómo es que algunas personas tienen a dónde ir, cómo es que pueden reconocerse como parte de un lugar, por qué la gente en general no está huyendo permanentemente del pasado?

Justo apenas tres días antes yo había ido a la vieja colonia donde viví los primeros ocho años de mi vida y a la que hasta los quince visitaba con cierta frecuencia. Fui porque sentí que tenía que ir aunque despertaba mi inseguridad la idea de meterme a un barrio cada vez más peligroso y ajeno.  La familia de mi madre y la muerte han sido los únicos motivos por los que eventualmente he regresado a las calles de la colonia Morelos en los últimos 25 años.

A pesar de estar a no más de nueve estaciones de metro de mi actual domicilio y de mi pretendido desapego, la visita resultó perturbadora. No me sorprendió que algunas calles me parecieran extrañas ni que me asaltaran de golpe antiguos recuerdos, pero sí me extrañó que de repente quisiera caminar sobre los pasos de mi infancia, deseé mirar las vitrinas de la papelería del japonés que ya no existe, al menos quería hojear las revistas que vendía el hombre que se creía mujer. Ya nada de eso había, en su lugar hallé vacíos colmados de puestos ambulantes, ausencias atestadas de comida frita y ropa usada; más allá de los inhóspitos olores, en las calles no encontré más que a los indigentes de siempre y algunas miradas reticentes que me obligaron a apurar el paso hasta encontrar la dirección a la que iba.

Ya a salvo de la calle me encontré con mis parientes, a quienes en ese momento descubrí cuánto quería. Lo que no evitó que me pusiera triste no poder hablar mucho con ellos, la sangre y el cariño nunca han servido por si solos para que, en situaciones como aquella, podamos hablar y coincidir en otra cosa que no sean los lugares comunes que imponen los funerales. Así que mientras nos abrazábamos ahogué mis palabras y mis sentimientos con un nudo en la garganta. También fue triste y muy decepcionante que a pesar de mis buenas intenciones y de las promesas que hice a mi mamá esa mañana, cuando decidí que iría en su representación al funeral de mi primo, no pudiera quedarme todo el tiempo que me había propuesto. Simplemente no podía quedarme más, no sabía qué decir que pudiera consolarlos a pesar de tratarse de una muerte harto anunciada. De pronto me vi incapaz de articular cualquier cosa que no resultara incómoda, o que no dejara ver que ya estaba nerviosa con la idea de tener que caminar a la estación del metro para regresar a casa. No podía permanecer más tiempo porque en realidad mi presencia ahí era absurda, no porque no quisiera estar con ellos, no porque no me doliera la muerte de mi primo, pero la verdad era que a nadie hubiera extrañado mi ausencia, mis propias tías tardaron en reconocerme, — nunca esperamos encontrarte aquí — dijeron; hasta ellas lo sabían, yo no soy de la Morelos.

Lo que ahora me inquieta es que no puedo decir tampoco que mi lugar esté en Iztapalapa, donde viví los siguientes quince años después de la Morelos. Y aunque es cierto que todavía me quedan algunos recuerdos de mi infancia y mi adolescencia, ninguno de ellos se relaciona con un lugar o su añoranza; probablemente influya que a Iztapalapa todavía voy con cierta frecuencia, de cualquier forma no dejo de tomar la precaución de tomar una ruta distinta cuando voy a visitar a mi madre muy temprano y entre semana, esquivando recuerdos y viejos conocidos. Quizá es solo que en general yo preferiría no acordarme de nada.

Fue por eso que el lunes no pude decirle a Juan que me alegraba que por fin se haya decidido a visitar su pueblo. Antes de que se vaya espero tener la oportunidad de hacerle las gastadas recomendaciones de siempre. Quisiera decirle al menos que deseo de todo corazón que sus dudas sean menos. Entretanto yo seguiré esperando que un lugar me encuentre, porque aún no tengo a dónde volver cuando esté cansada, no sé a dónde me dirigiré cuando decida ir a buscar lo que se me ha perdido. Se que nada hallaré en la Morelos y que tampoco en Iztapalapa lo encontraré. Tal vez solo camine sin rumbo hasta acostumbrarme y dejar de sentirme forastera en todos lados.

M

Elecciones 2018

Es inevitable.

Tengo que decirlo, tengo que vomitarlo.

Que mejor que tus ojos como testigos en esta lectura, de éstas violentas y estruendosas arcadas.

No detesto a ningún candidato, a ninguno, me dan igual, me son grises e indiferentes, no me evocan absolutamente nada.

Pero el mexicano jodido y amolado tras AMLO me da mucha tristeza, mucha nostalgia y mucho dolor abdominal.

Veo algunas fotos de él (de AMLO) en Tepeapulco, -en mi rancho-, donde la gente le grita con fervor; con la inocencia del niño que no sabe como es el coito, y que nomás habla por hablar.

Se respira un pensamiento mágico religioso sin seso. No hay sospechas, -sólo una ferviente certeza-, la cual devendrá en una decepción profunda.

Miro su enjundia y veo alegría, furia, cómo con la selección nacional de futbol, cómo cuando te ganas un premiecillo, como cuando te va medio bien y te alegras y humillas a todos pensando que eres lo más chingón.

No hay mesura en esta borrachera, nos gustan las cosas fáciles, y la cruda será más dura, -como siempre-, para los más viejos.

Viejos Amigos

Eran las 6.35AM, yo tenía 13 años y logré apartarle un lugar a mi cuate, a mi querido amigo Sergio. Sergio B. J. Teníamos muchas cosas en común, de papás obreros venidos a más, y hogares familiares muy unidos.

Esa mañana, no llegaba mi amigo, y su lugar apartado ya era un desafío para todos los que iban parados, -quienes me veían cada vez con más odio. Finalmente en una parada inesperada ahí estaba Sergio subiéndose a empujones, con un «gallito» en el peinado y las lagañas delatoras de un sueño accidentado.

Luego luego me ubicó, se sentó a mi lado en su lugar apartado y todo abochornado por las miradas de quiénes iban parados, incluso chicas (jeje).

Ese fue un reflejo de nuestra amistad en esos tiempos, haciendo lo posible el uno por el otro.

Ha pasado el tiempo y ya nada es igual, seguimos siendo amigos, distanciados por la experiencia de la vida y sobre todo por todas esas difíciles verdades que nos rodearon años después: mujeres, peleas, familiares y un descubrimiento de nuestros defectos como personas con problemas, caprichos y estupidez.

Hay muchos cosas malas que él hizo que me agradan, hay otras que yo hice que me arrepiento de haber hecho (muy pocas).

Ahora nuestras opiniones son las veredas que nos acercan o nos alejan. Nos respetamos mucho y maliciosamente nos hacemos sorna de nuestros defectos sin sobrepasarnos. Es agradable sí, -pero ya nunca lo mismo-, nuestra pubertad fue un gran tiempo.

Fue inapropiado

Pensó primero en comprar una botella de vino, probablemente Diego pasaría más tarde por su casa.  A pesar de que todo iba bien entre ellos y de que era el fin de una semana larga y sin provecho, no sentía esa alegría que solían traerle las tardes de viernes, así que descartó la festividad del vino y optó por el abrazo de una taza de café con tarta de limón. Distraída y sin percibir todavía que algo le faltaba, saliendo de la oficina se enfiló hacia la pastelería. 

Nunca previó que se encontraría con Raúl, y ahí estaba, sentado en la mesa más inmediata a la puerta. Jamás pensó en verlo solo poner un pie dentro del establecimiento, que también tenía cafetería. No tuvo ninguna oportunidad de escapar, ni siquiera pudo pensar en la actitud apropiada para esa situación. Él estaba de frente y la chica que lo acompañaba volteó inmediatamente hacia Marena al ver que él, instintivamente intentó ponerse de pie cuando entró ella. Afortunadamente pronto claudicó en su intento y aunque no se levantó de la silla tampoco dejó de hacer las presentaciones de rigor. Las zalamerías lo pusieron en evidencia, estaba nervioso. Marena sintió vergüenza, calor, dolor de estómago y apenas alcanzó a escuchar cuando la presentó como “otra” mujer talentosa, creativa y bla bla bla.

Cuando el ruido de la cafetería la ayudó a recomponerse, vió que la chica que acompañaba a Raúl era joven y hermosa, pensó que era una chica de viernes; ella en cambio se sentía cansada, inapropiada incluso para un miércoles. Para completar la incomodidad, la chica realmente parecía creer lo que él decía, así que miraba feliz y con admiración a Marena, quien no tuvo más opción que sonreír, extender la mano y saludarla. Luego sólo hizo un comentario que no recuerda, pero está segura de que fue inapropiado,  y se volteó a la barra para pedir la tarta. Mientras lo hacía, Raúl a sus espaldas estuvo siempre pendiente de ella, incluso comentó a su acompañante que ambos eran fanáticos de la tarta de limón, y lamentó apasionadamente que no hubiera. Marena lo escuchaba y lo odiaba, ¿por qué no solo podía seguir con la charla anterior a su entrada en la pastelería? Tuvo que fingir un interés ni desmedido ni descuidado ante las sugerencias del dependiente mientras Raúl seguía hablando, ahora en el turno de lisonjear a Ana, la otra talentosa y creativa mujer que bla bla bla.   

Marena sintió de nuevo ese ardor en el estómago y unas ganas de salir corriendo que no conocía, se apresuró a pagar un pastel de zanahoria que no quería y sin darse tiempo para pensar volteó, sonrió y deseó al dependiente y a la pareja al mismo tiempo un lindo fin de semana, sonrió y sonrió y salió. En las mesas del exterior la gente también le sonreía. Descubrió que seguía con la sonrisa instalada cuando otros le fueron sonriendo en el camino. Al final pasó también por aquel vino del que nunca debió desviarse y con el que llegando a casa intentó desatascar su mandíbula. No supo a que hora desapareció la sonrisa, ni si acaso se puso triste, medio vaso le bastó para quedarse profundamente dormida.

***

Esa noche, cuando Diego se fue y ella se metió otra vez a la cama, se descubrió esperando un mensaje, una explicación. Hacía más de un año que ya no lo quería y ocho meses de que se habían separado definitivamente y a pesar de ello, esa noche le preocupaba que a sus casi cuarenta años todavía pudiera desperdiciar un fin de semana pendiente del teléfono, esperando una llamada que no llegaría. Para Marena era suficiente una llamada con cualquier pretexto, un mensaje para desear buenas noches o buenos días, o para recomendarle una película, uno de esos breves o largos mensajes de Raúl que nunca dicen nada.

***

El lunes a primera hora, cuando ella recién va camino a la oficina escucha sonar su teléfono en el bolso, no respone, sigue conduciendo. Apenas se estaciona y otra vez un timbre, ahora es un mensaje y luego otro:

¡Good morning!

Buenos días por la mañana

Sube con parsimonia los tres pisos hasta su oficina, cuando recién se instala recibe otro mensaje:

-¿Todo Bien?

-Todo bien, buen día. Venía manejando

Timbre. Ocho meses desaparecen de golpe. Contesta. Raúl con torpes buenos deseos para la semana y comentarios atropellados sobre el sueño y el clima. Ella está fastidiada. Él insiste con un viejo chiste que hace todavía pocos años solía hacerle mucha gracia, ella responde a su esfuerzo con una brevísima risa falsa. Él la descubre. Cuelgan.

Cinco minutos después le manda otro de sus mensajes:

De todos modos Morning Morning ☀

Ella sonríe honestamente y comienza otra semana sin provecho.

M

Físico-Cultura

No soy bien parecido, nunca lo he sido. No soy guapo. Tampoco creo que estoy tan feo, soy del montón, morenazo, brilloso, panzón mexicano venido a menos en el orgullo.
Pero vaya, siempre puede uno hacer algo por uno mismo. La dieta y el ejercicio para lo panzón. Para lo brilloso y lo moreno, pues balancearlo con lo que se le ocurra a uno: carisma y pendejadas.
En fin, -total-, que estás un día cuidando la dieta en un puesto de tacos de carnitas y llega un cabrón, bien blanquito, mamado, y pa’cabarla de chingar guapote. Eso sí, mexicano de clase media, es decir, sin varo. Pero no es cualquier mamado, este cabrón lleva un buen rato poniéndose bello y cuidándose, se le nota en cada esquina de su cultivado ser.
Hubo un tiempo (muy breve) en el que a estos tipos los veía con cierta envidia. Pero no, generalmente (99.99%) de los casos son pequeñas bestias de Dios. Son animalitos preparados únicamente para aparearse (lo cual es muy importante), y están preparados para el orgasmo mas efímero de todos, el mas vulgar, y el de la atracción bruta y accidentada.
Y se acercan a pedir sus tacos con ingenuidad, con su hermosa brutez, con su cabeza en blanco y sus pensamientos sin usar, son como pollos de largos de plumajes, hermosos de ver, lindos cuando comen; pero huecos, terriblemente ignorantes en todo orden. Vidas sin sufrimiento, sin experiencia (solo laboral), y preparados para posar para la selfie, super entrenados en sonreir e insegurísimos de verse mal.
Hay algunos muy sofisticados, con complejo de maestros, con dietas complicadas, rutinas exactas, gasto y consumo de energía precisa. Y pueden hablar tres días seguidos de como debe ser tu primera experiencia de running, workout, gym y hasta yoga.
Una vez más, sumergidos, en el diseño de la apariencia, en la superficialidad de lo bonito sin mensaje, en la seducción de la forma. Cedemos fácilmente a esos encantos y nos convierten poco a poco en seguidores de lo mismo.
Creo que hoy sigo siendo feo y panzón por rebelde. Me gusta caerles mal, que titubeen al verme y les moleste un poco. Que se queden con sus ganas de aleccionarme, con sus ganas de corregirme, de verme entero a responderles y exponer su idiotez.
Quizá luego cambie de parecer, -pero si hiciera algo por mí-, lo haré de la manera mas repulsiva que pueda… Sin darle gusto a nadie.